He
tratado de comer sano, de hacer deporte, de querer para toda la vida,
de reproducirme, de aprender a cocinar, de hablar más bajo, de querer
sexo sólo cuando hay alguien conocido en mi cama, de vestirme de colores
suaves, de juntar las piernas, de gritar menos, de llorar más, de beber
menos, de dormir más, de comer menos, de sonreír más... Pero no me ha
salido.
Juro que he tratado con todas mis fuerzas de ser buena. Estar buena. Parecer buena. Pero no he podido.
Porque,
a veces, las cosas que no deberían, me gustan, me apetecen, me las
como, me las quedo, me las bebo, me las compro, me las guardo, me las
follo...
Porque a veces, las cosas que me deberían gustar me deprimen, me aburren, me ponen triste, me dan asco.
Y
he dedicado mucho tiempo, mucha energía, mucho dinero, mucha esperanza,
a ser una mujer “como dios -o el patriarcado- manda”. Con curvas
proporcionadas, compañías sexuales que se cuenten con los dedos de la
mano, ropa de entretiempo, revistas de decoración, voz dulce, maquillaje
discreto, regímenes saludables y aficiones que impliquen una aguja (no
hipodérmica, claro).
Y
ya me he cansado de que no me salga. No me sale parecerme a las de los
anuncios de café instantáneo, a la que mis tías esperaban encontrar en
las comidas familiares, a la que el tipo del banco quisiera dar una
hipoteca, a la que la casera decente quisiera alquilar el piso, a la que
los tíos encorbatados quieren llevar a cenar, a la que las dependientas
quieren vender bragas blancas, a la que la policía quiere defender y no
reprimir, la que cabe en las tallas que ponen en el escaparate.
Las malas, las inoportunas, las descaradas, las desubicadas, las desagradables, esas me salen mejor.
Y
así, consigo menos cosas, pero son cosas que me gustan. Las que
consiguen las tías buenas, con sus sonrisas oportunas, sus curvas
adecuadas, sus posturas apropiadas... esas, me deprimen, me aburren, me
ponen triste, me dan asco.
O envidia, vete tú a saber...
Faktoría Lila