Reblogueo este maravillos artículo aparecido en El diario.
#VagadeTotes se celebró el día 22 de Octubre en Cataluña. Es un intento de que todas las que quedamos excluidas a la hora de hacer huelga de alguna manera, podamos ser cuantificadas, porque si no cuidamos, el sistema no funciona.
Si
pudiera, hoy haría huelga de empatía. Huelga de sonrisas gratuitas.
Huelga de complacencia. Huelga de altruismo insano. Haría una huelga a
la japonesa de egoísmo. Por un día, solo pensaría en mí. No escucharía a
quien no quiero. No sería dialogante, comprensiva. Sería asertiva,
diría lo que quiero y lo que no. Sí. Diría mucho “no”. Y sonreiría
menos. ¿Ya lo he dicho? Lo reitero. Sonreiría menos. Tendría una voz más
grave, sería más parca, menos cantarina. No sería tan dulce. No pediría
permiso, no pediría perdón.
No sentiría culpa. No tendría miedo a sentirme insaciable en lo
afectivo ni farsante en mi trabajo. No pensaría otra vez que he
estudiado demasiado, que he estudiado demasiado poco. Que he perdido el
tiempo. Que si me sobra mes al llegar a
fin de sueldo no es solo porque lo he hecho todo mal. Dejaría de hacer
malabarismos para seguir currando por tan poco. Haría buenos planes y
aparcaría la multitarea infernal. Sería vaga. Un poco fría. No me
pondría a llorar instantáneamente al escuchar a mi madre decir que ya
no le gusta su vida, desde que se ha convertido en enfermera a turno
completo de mi padre. Y nadie se lo agradece.
No trataría de mediar entre mis padres. Ni entre mis hermanos. No
sentiría que siempre tengo que ayudarles más, que no puedo porque
trabajo demasiado, porque me lo paso demasiado bien, que hago mucho, que
hago poco, que destaco, que no destaco, que fui borde aquel día, que
consentí demasiado, que fui muy demandante, que no fui capaz de decir no
cuando me apetecía. Dejaría de pensar todo el tiempo en el otro. En
cómo se sentirá si rompo sus expectativas, si lo que pienso suena a nota
discordante. En vez de eso, daría muchos tonos más altos que otros.
Mandaría a la mierda a varios. No sentiría vergüenza al tomar la
palabra. O sí, la sentiría, pero eso no me impediría seguir.
No adoraría al padre, al héroe, al líder, al genio, al fuerte, al
sabio, al listo, al poderoso. Sería poderosa. Cortaría la palabra a
quien creyese que se está excediendo en su uso. No consentiría que en
una reunión mixta alguien me ignorase o me evitara la mirada solo porque
soy tía. Pondría mi mejor cara de póquer ante cualquier chiste
machista, por irónico que fuese. Y no trataría de que mi discurso no
fuese traicionado por la forma. Me expresaría libremente, sin medir, sin
calcular si resultaré o no demasiado segura, convincente, expeditiva.
No aceptaría “bonitas”, ni “guapas, ni “niña” de desconocidos, no me
tragaría las miradas por la calle, ni los comentarios a mi cuerpo, a mi
ropa, como algo natural. No sonreiría. Otra vez.
Pediría ayuda con soltura. Hasta puede que fuese capaz de dar alguna orden y echar alguna bronca.
Pediría ayuda con soltura. Hasta puede que fuese capaz de dar alguna orden y echar alguna bronca.
No trataría de encajar. Intentaría con todas mis fuerzas no atender a
la demanda silenciosa, naturalizada y completamente interiorizada de que
debo ser yo la que atienda una situación de cuidados cuando hay alguien
dependiente, ya sean niños o mayores. No me levantaría de la mesa a
recoger mientras padre, hermanos o amigos no hacen amago de moverse. No
haría trabajos reproductivos como preguntar qué tal, cuidar el ambiente y
los enseres, apaciguar discusiones o preocuparme por la comida o el
agua en espacios y tiempos de reunión colectiva. Me comería la palmera
de chocolate más grande de esa panadería. O dos.
No me cuestionaría por tener mucho deseo sexual. O poco. Abriría mucho
las piernas en el metro, empujando al que las lleva aún más abiertas que
yo a mi lado. No me desasosegaría ni un minuto por no saber aún si
tendré hijos, por no saber si cuando quiera tenerlos podré hacerlo, si
si los tengo me arrepentiré y si no los tengo también. En su lugar, iría
a mi centro de salud a pedir todas mis revisiones ginecológicas, me
“toquen” o no, toda la información sobre reproducción asistida, todos
mis derechos. Aprovecharía para pedir los nombres y denunciar a todos
los ginecólogos que alguna vez me hicieron sentir incómoda, sucia,
viciosa, irresponsable, que me hicieron daño. Aparcaría por un día la
rabia de género hacia el aplomo y la asertividad de mis compañeros
hombres. Por estar más presentes en todo lo público solo por una inercia
de la que ellos muchas veces son cómplices.
No sentiría culpa por no haber visto en un mes a mis sobrinas, por que
sientan que no las quiero. Que no las cuido. Me dejaría crecer el
mostacho. Y la barba. No dejaría que me bloquease la autoexigencia.
Haría más el imbécil, no miraría tanto a mi alrededor, no me pondría en
segundo plano, no me menospreciaría, no le haría el consenso a la
autodestrucción, no sentiría, aunque sea durante un día, que si hubiera
nacido tío todo me hubiera sido y me sería más fácil. Trataría de
sentirme más segura en la calle, no daría conversación a un presunto
violador como me sigue pidiendo el Ministerio de Interior.
Sí. Pondría palos en la rueda, en general. Por un día, dejaría de
engrasar el mundo. Ah. Y sería vaga. Otra vez. Muy vaga. No sería
diligente, ni organizada, no haría hueco a las demandas ajenas a costa
de mi salud. Me iría a tirar al parque con alguien o unos alguienes muy
deseados sin sentir que debería estar haciendo otra cosa, en otro lugar:
siendo útil, productiva, ayudando, escuchando. Dejaría de sentir la
autoexigencia paralizante de que todo lo que hago, incluso este texto,
tiene que ser excelente y brillante, para ser apreciado y llamar la
atención. Sería chapucera. Vaga, tan vaga. Y me repetiría a mí misma:
“Descuida”.